DICOTOMÍA INCRUENTA(Oliverio Girondo)

SIEMPRE llega mi mano
más tarde que otra mano que se mezcla a la mía
y forman una mano.

Cuando voy a sentarme
advierto que mi cuerpo
se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse
adonde yo me siento.

Y en el preciso instante
de entrar en una casa,
descubro que ya estaba
antes de haber llegado.

Por eso es muy posible que no asista a mi entierro,
y que mientras me rieguen de lugares comunes,
ya me encuentre en la tumba,
vestido de esqueleto,
bostezando los tópicos y los llantos fingidos.

***

Poema 17 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta viscosidad de molusco. Una secreción pegajosa me iba envolviendo, poco a poco, hasta lograr inmovilizarme. De cada uno de sus poros surgía una especie de uña que me perforaba la epidermis. Sus senos comenzaban a hervir. Una exudación fosforescente le iluminaba el cuello, las caderas; hasta que su sexo —lleno de espinas y de tentáculos— se incrustaba en mi sexo, precipitándome en una serie de espasmos exasperantes.

 

Era inútil que le escupiese en los párpados, en las concavidades de la nariz. Era inútil que le gritara mi odio y mi desprecio. Hasta que la última gota de esperma no se me desprendía de la nuca, para perforarme el espinazo como una gota de lacre derretido, sus encías continuaban sorbiendo mi desesperación; y antes de abandonarme me dejaba sus millones de uñas hundidas en la carne y no tenía otro remedio que pasarme la noche arrancándomelas con unas pinzas, para poder echarme una gota de yodo en cada una de las heridas…

 

¡Bonita fiesta la de ser un durmiente que usufructúa de la predilección de los súcubos!

Comunión plenaria (Oliverio Girondo)

LOS NERVIOS se me adhieren
al barro, a las paredes,
abrazan los ramajes,
penetran en la tierra,
se esparcen por el aire,
hasta alcanzar el cielo.

El mármol, los caballos
tienen mis propias venas.
Cualquier dolor lastima
mi carne, mi esqueleto.
¡Las veces que me he muerto
al ver matar un toro!…

Si diviso una nube
debo emprender el vuelo.
Si una mujer se acuesta
yo me acuesto con ella.
Cuántas veces me he dicho:
¿Seré yo esa piedra?

Nunca sigo un cadáver
sin quedarme a su lado.
Cuando ponen un huevo,
yo también cacareo.
Basta que alguien me piense
para ser un recuerdo.

Poema 22 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

girondoLas mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con un sexo prehensil.

Desde hace siglos, se conocen diversos medios para protegernos contra las primeras.

Se sabe, por ejemplo, que una fricción de trementina después del baño, logra en la mayoría de los casos, inmunizarnos; pues lo único que les gusta a las mujeres vampiro es el sabor marítimo de nuestra sangre, esa reminiscencia que perdura en nosotros, de la época en que fuimos tiburón o cangrejo.

La imposibilidad en que se encuentran de hundirnos su lanceta en silencio, disminuye, por otra parte, los riesgos de un ataque imprevisto. Basta con que al oírlas nos hagamos los muertos para que después de olfatearnos y comprobar nuestra inmovilidad, revoloteen un instante y nos dejen tranquilos.

Contra las mujeres de sexo prehensil, en cambio, casi todas las formas defensivas resultan ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables y algunos otros preventivos, pueden ofrecer sus ventajas; pero la violencia de honda con que nos arrojan su sexo, rara vez nos da tiempo de utilizarlos, ya que antes de advertir su presencia, nos desbarrancan en una montaña rusa de espasmos interminables, y no tenemos más remedio que resignarnos a una inmovilidad de meses, si pretendemos recuperar los kilos que hemos perdido en un instante.

Entre las creaciones que inventa el sexualismo, las mencionadas, sin embargo, son las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin discusión alguna, resultan las mujeres eléctricas, y esto, por un simple motivo: las mujeres eléctricas operan a distancia.

Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando como un acumulador, hasta que de pronto entramos en un contacto tan íntimo con ellas, que nos hospedan sus mismas ondulaciones y sus mismos parásitos.

Es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los alfileres, los culos de botella que perforan nuestra epidermis, nos emparentan con esos fetiches africanos acribillados de hierros enmohecidos. Progresivamente, las descargas que ponen a prueba nuestros nervios de alta tensión, nos galvanizan desde el occipucio hasta las uñas de los pies. En todo instante se nos escapan de los poros centenares de chispas que nos obligan a vivir en pelotas. Hasta que el día menos pensado, la mujer que nos electriza intensifica tanto sus descargas sexuales, que termina por electrocutarnos en un espasmo, lleno de interrupciones y de cortocircuitos.

Poema 18 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

lagrimaviva

Llorar a lágrima viva
Llorar a chorros.
Llorar la digestión.
Llorar el sueño.
Llorar ante las puertas y los puertos.
Llorar de amabilidad y de amarillo.

Abrir las canillas,
las compuertas del llanto.
Empaparnos el alma,
la camiseta.
Inundar las veredas y los paseos,
y salvarnos, a nado, de nuestro llanto.

Asistir a los cursos de antropología,
llorando.
Festejar los cumpleaños familiares,
llorando.
Atravesar el África,
llorando.

Llorar como un cacuy,
como un cocodrilo…
si es verdad
que los cacuyes y los cocodrilos
no dejan nunca de llorar.

Llorarlo todo,
pero llorarlo bien.
Llorarlo con la nariz,
con las rodillas.
Llorarlo por el ombligo,
por la boca.

Llorar de amor,
de hastío,
de alegría.
Llorar de frac,
de flato, de flacura.
Llorar improvisando,
de memoria.
¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

Poema 8 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

girondoYo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.

En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.

Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.

¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!

Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.

¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?

El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia… de un egoísmo… de una falta de tacto…

Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.

Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

Poema 7 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

girondo
¡Todo era amor… amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor.

Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.

Amor de cartón piedra, amor con leche… lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.

Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas…

Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso…

Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.

Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.

Amor impostergable y amor impuesto. Amor, incandescente -y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor… ¡y nada más que amor!

Poema 1 – Espantapájaros (Oliverio Girondo)

girondoNo sé me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?

¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.